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Una nueva República

En los últimos años se ha vuelto a suscitar con intensidad la discusión sobre la utilidad de la Monarquía o su obsolescencia, así como sobre la posibilidad de la implantación de la III República. El debate debe centrarse, en un primer momento, en la modificación de la forma de Estado, que de eso se trata el cambio, y tras tomar la decisión de proclamar la República habrá que entrar en la construcción de la armazón que sustente el entramado político, legal y administrativo que dé vida a la nueva organización estatal y su forma de gobierno. Debe hacerse así y no a la inversa, porque la forma estatal republicana no es patrimonio de ninguna ideología o partido político, y a lo largo de la historia ha habido en las distintos países repúblicas de muy diferente signo, sean liberales, fascistas, comunistas o teocráticas, y aún hoy podemos ver esa diversidad en el panorama político mundial.

En España, desde sus orígenes, la Monarquía se erigió como forma de estado y tuvo etapas gloriosas, pero al final del siglo XVIII había cubierto su ciclo histórico en consonancia con la fase final de la decadencia del Imperio Español, y ya entonces debió caer. La hecatombe que supuso la invasión napoleónica de 1.808, que se unió al nefasto reinado de Carlos IV, debió ser también el fin de la Monarquía, pero la realidad es que los constituyentes de las Cortes de Cádiz no dudaron en mantenerla. La República tuvo que esperar una mejor oportunidad, mientras el siglo XIX avanzaba con la represión de los liberales, lo que provocó la conversión de muchos de ellos en republicanos. Llegó la Revolución de 1868 y el derrocamiento de Isabel II, y llegó una nueva oportunidad para la República, pero lo hizo por el fracaso de la opción monárquica que deseaban los muñidores de la Gloriosa, con el general Prim a la cabeza, y que se sustanció con la entronización de Amadeo de Saboya, que abdicó, después de poco más de dos años de reinado, en febrero de 1873. Se instauró la I República y fracasó estrepitosamente entre sectarismos y estertores secesionistas locales que dieron lugar a la locura cantonalista, por lo que no le resultó difícil al general Pavía justificar su golpe del 3 de enero de 1874, que abrió un periodo transitorio con gobierno del general Serrano, hasta que el general Martinez Campos se pronunció en Sagunto a finales de ese mismo año y forzó el regreso de Alfonso XII. Llegó la Primera Restauración y lo hizo estableciendo tácitamente un sistema de relevo en el poder que, a pesar de sus amañados principios de funcionamiento que instauraron el caciquismo, resultó el más satisfactorio de todos cuantos se habían ensayado durante el siglo XIX, y que dio a España un periodo de tranquilidad y progreso hasta el punto de inflexión que supuso el asesinato de Cánovas del Castillo en 1897 y el desastre y pérdida de las colonias el año siguiente. El sistema, con la semilla de la corrupción en su interior, inició un descenso a los infiernos hasta que, dada la errática deriva que tomó el reinado de Alfonso XIII, se instauró la II República en 1931 con el entusiasmo, la aceptación o indiferencia de una mayoría. Esta vez el fracaso republicano, una vez más por el sectarismo y el deseo de apropiación ideológica de la República, devino en guerra civil y condujo a la toma del poder por el general Franco, que trazó el rumbo que condujo de nuevo a la Monarquía. Esa fue una decisión personal de Franco, que, como buen anglófilo y católico devoto, presionado a veces, y apoyado siempre por un importante grupo de generales que habían participado de forma determinante en la guerra, así como por el sector católico-derechista, ya en 1947, con la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado, estableció en su artículo primero que España era un Reino. Pero, a pesar de la errónea creencia general, una buena parte de la amalgama ideológica que se ha dado en llamar franquismo, concretamente el nacionalsindicalismo, era republicano, y así se manifestó en repetidas ocasiones, como hizo José Antonio Primo de Rivera, que daba la Monarquía por amortizada porque había cumplido su ciclo vital. Esa cuestión, junto a la social y laboral, produjo graves enfrentamientos con la rama conservadora, burguesa y católica del régimen, incluso dentro de Falange, pues a ésta afluyeron, tras la victoria de 1939, una riada de arribistas en realidad ayunos de su verdadera ideología. Una vez más, la posibilidad de una República se esfumó con el nombramiento de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Francisco Franco en la Jefatura del Estado a título de Rey, entrando España en la Segunda Restauración en la que nos encontramos, padeciendo similares males a los que tuvo con la anterior, es decir, reparto y alternancia en el poder de dos partidos y corrupción, y con la República esperando su tercera oportunidad.

Es necesario detenerse en una polémica atizada por la izquierda, totalmente inútil y prescindible por la obviedad de su resultado, que es la de la bandera, aun en la certeza de que la infructuosidad de la controversia suele conducir a estériles discusiones bizantinas. Es evidente que la bandera nacional, por tradición y sentimiento de la mayoría de los españoles, es la roja y gualda, y es tan republicana como cualquiera otra, siendo esto demostrado por el hecho de que la I República mantuvo esa enseña. El empecinamiento de determinados partidos en imponer la tricolor como genuina bandera republicana es de carácter político, más concretamente de su interés político, pues desean unir la forma de estado con el sistema político, y ambos con su ideología, arrogándose la defensa del sistema republicano y utilizándolo como trampolín para alzarse con el poder. Quieren apropiarse la República antes de su nacimiento, y para ello se esfuerzan en trasmitir la falacia de que son sus únicos defensores, cuando lo que pretenden es una reedición de la II República, una continuación de aquella que se mostró incapaz de solucionar los problemas que había creado o agravado la precedente monarquía borbónica, cuando, muy al contrario, generó otros nuevos, y fue así porque hubo de soportar la rémora insufrible de ideologías y doctrinas sectarias que ahora se erigen en sus paladines.

Desde hace más de dos siglos, por agotamiento de la Monarquía, es manifiesta la pertinencia histórica de la proclamación de la República, y dado que ésta no es propiedad de ideología alguna, se concluye que la cuestión principal es determinar qué tipo de Republica debe ser instaurada, sin duda alejando la tentación de imitar a las dos precedentes, y en la convicción de que ese inevitable cambio de régimen, que se presiente en el devenir histórico, debe producirse para solucionar los graves desequilibrios que, en la actualidad, desgarran a nuestra Patria.

Abolir la Monarquía debe suponer la sutura de las tres heridas que están destruyendo por consunción el ser nacional, que son la disolución territorial, que ha dado lugar al actual reino de taifas, la disolución socio-económica, con el abismo entre clases que se está ensanchando cada día más, y la disolución política, que se sustancia en una partitocracia voraz, parásito que succiona insaciable los recursos públicos, destruye las necesarias fronteras entre los tres poderes y hurta al pueblo el poder de decisión. Por tanto, la III República, en el orden doctrinal, ha de ser social y nacional, en el orden político, unitaria y presidencialista, y en el orden administrativo, descentralizada. Ha de ser social porque debe asumir la necesaria tarea de defensa de los más necesitados, de proteger a los trabajadores españoles del capitalismo globalizador que nos quiere imponer la plutocracia internacional y proceder a la nacionalización de los sectores estratégicos. Ha de ser nacional como expresión patriótica de la representación soberana de todo el pueblo español sin ningún tipo de fisura, al tiempo que libera a la nación de toda opresión exterior, sea esta militar (salida de la OTAN y supresión de las bases estadounidenses), económica (protección de la producción nacional, regeneración tecnológico-industrial e imposición de aranceles a aquellos artículos que provienen de países que compiten deslealmente, no cumplen la especificaciones de calidad europeas o emplean mano de obra sin derechos laborales), y cultural (defensa de la identidad histórica, de la lengua española y de la tradicional cultura europea frente al esterilizante multiculturalismo y la mundialización esclavizante). Ha de ser unitaria para acabar con la compartimentación aldeana que nos ha hecho caer en la actual fractura de las autonomías, devenidas en auténticos estados al borde de la secesión. Ha de ser presidencialista para que la figura de Presidente de la República aúne las funciones ejecutivas y representativas evitando dualidades, y permitiendo así que, en votación directa, sea elegido el máximo dirigente del Poder Ejecutivo. Y ha de ser descentralizada en la gestión de los asuntos públicos para acercar la administración al ciudadano, para lo que no es necesaria la elefantiásica y redundante estructura autonómica actual, que lo único que ha conseguido es crear múltiples centralismos regionales que tornan enrevesados y caros los procesos administrativos. Abolir la Monarquía no debe reducirse a un simple cambio de sistema político, utilizado para adormecer momentáneamente los anhelos de justicia social del pueblo español.

Abolir la Monarquía no debe convertirse en una herramienta manipuladora de quienes empuñan rosas, blanden hoces o visten mandiles. Abolir la Monarquía debe suponer una renovación nacional y social, debe abrir un nuevo tiempo para nuestra Patria, debe desencadenar el advenimiento de una nueva República para una España nueva.

Manuel Montes