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Unión Europea: reconocer el fracaso

Sabemos que los licenciados universitarios españoles se están yendo de España, pero ignoramos que sus homólogos franceses también abandonan el vecino país. En Quebec existe una verdadera expectación por ver cuántos jóvenes profesionales universitarios, perfectamente preparados y con ganas de trabajar, llegarán en los próximos años. Nadie, aquí, duda que muchos. Y esta constatación realizada sobre el terreno sirve como arranque de una reflexión: cuando los elementos más cualificados, no de la periferia de la Unión Europea (UE) sino del centro de la misma, no encuentran trabajo en su país y deben de abandonar el territorio de la Unión, es que ésta, sencillamente, ha fracasado.

¿Por qué no reconocerlo y acabar lo antes posible con un proyecto a todas luces frustrado? Vale la pena realizar un repaso de lo que ha sido y en lo que se ha transformado la Unión Europea.

Oh, Europa, Europa, tierra de tecnócratas y planificadores.

En efecto, cuando la estructura política española –el franquismo- nos separaba del entonces llamado “Mercado Común Europeo” (M.C.E.), los más lúcidos empresarios españoles sabían que en las décadas siguientes, sin la adhesión de España al tratado de Roma, sería imposible que nuestra economía sobreviviera.

Ya en 1975, el M.C.E. se había convertido en un “mercado” lo suficientemente amplio y pujante como para que nuestras exportaciones debieran necesariamente recurrir al mismo.

En aquellos años, el escuálido capitalismo autóctono español, nacido al calor del desarrollismo franquista, experimentaba la necesidad de converger con “Europa”. De hecho, fue él y lo que tras él se ocultaba (la alta finanza internacional), la que impulsó a que los “aperturistas” del antiguo régimen tomaran la iniciativa y transformaran la estructura política española. Este fue el origen de nuestros posteriores percances: una democracia débil, impulsada por unos partidos políticos, como mínimo tan débiles como ella, que comían de la mano de la plutocracia internacional.

Entre las distintas fechas simbólicas que se barajan como indicativas del “final de la transición” se manera, no sin razón, aquella en la que entramos en la OTAN y en el M.C.E. transformado ya en “Comunidades Europeas”.

Durante la transición y en aquellos primeros años de democracia, teníamos la conciencia de que “Bruselas” estaba gobernada por una “tecnocracia” y muchos no podíamos sino experimentar hacia este concepto una sensación doble de admiración y respeto. Admiración porque, una federación tan amplia como las “Comunidades Europeas”, para crecer y afirmarse no podía sino estar asentada sobre una sólida planificación tecnocrática. Respeto porque era evidente que nuestro destino iba a estar durante muchas décadas ligada a esa Europa tecnocrática que, a fin de cuentas, era “mejor” que la Europa atrasada, sin libertades políticas y gris situada más allá del telón de acero. Luego resultó que las cosas no eran tan simples.

1989, algo se nos escapaba…

En 1989 cayó el Muro de Berlín y a partir de entonces se alzaron voces en la Alemania recién unificada que clamaban, junto a las que se oían desde la otra orilla del Rhin, en Francia, por dar más pasos adelante en el proceso de “unificación europea”.

Hasta entonces, hay que recordarlo, se insistía especialmente en la idea de unificación “económica”, pero, a partir de entonces, cobró importancia la “unificación política” cuyos primeros pasos fueron los acuerdos de Maastricht y la creación del “espacio Schengen”.

Había en aquellos años algo que no entendíamos. En aquella época (1989-1991) dábamos vueltas al tema de si realmente lo que decía el gobierno alemán a propósito de pisar el acelerador de la unificación europea era sincero u ocultaba algo que se nos escapaba. No entendíamos que Alemania, tras la caída del Muro de Berlín, recién unificada y pudiendo hacerse fácilmente con el control político-económico de los países del Este y de los Balcanes, e incluso con parte de las antiguas repúblicas soviéticas, precisara ayudar a los países del Sur de Europa (Portugal, Grecia y España) derrochando miles de millones de fondos estructurales. Ni entendíamos el proceso, ni creíamos que fuera sincero…

… Pero ahí estaban los “logros”: a partir de los años 90 empezó a llegar una riada de fondos estructurales a España sin los cuales hubiera sido imposible acometer las grandes obras públicas de la época. Así pues, Alemania y su socio galo, parecían haber entendido algo que en el ambiente político en el que me movía desde muy joven ya sabíamos: que la construcción de Europa era necesaria como “tercera fuerza” de un mundo multipolar que sería, en cualquier caso, mejor que el mundo “bipolar” que habíamos conocido en la postguerra y que el mundo “unipolar” que se estaba implantando en esos momentos. Solo más tarde, iniciada ya la crisis económica que todavía nos atormenta, tuvimos todas las claves y entendimos lo que había ocurrido.

Sobre la “sinceridad” franco-alemana.

Era simple. La creación del M.C.E. partió de Alemania y de Francia. Era lógico: durante tres generaciones, ambos países habían estado devastándose mutuamente en tres guerras, cada vez más terribles.

La aparición de la energía atómica, hacía pensar que la siguiente sería la definitiva, así pues pactaron una primera tregua (la CECA, Comunidad Europea del Carbón y del Acero), una segunda (la “Europa Verde”, acuerdo sobre producción agrícola) y, finalmente, lanzaron el M.C.E. con la ayuda de unos “satélites”: el Benelux de un lado e Italia de otro. En esa primera fase, el M.C.E. se afirmó como estructura tecnocrática. A fin de cuentas, algunos de sus ideólogos, incluso antes de la guerra, habían ensalzado ya la planificación y la tecnocracia. Parecía, además, que los gobernantes de la época eran verdaderos “estadistas” (hombres de Estado) y no meros gestores temporales del poder, y que albergaban en sus mentes grandes proyectos históricos.

Pero esta generación fue sustituida por gobernantes menos escrupulosos y más condicionados por la plutocracia. Y entonces se llegó a la crisis del bloque comunista y al pistoletazo de salida de la globalización tras la guerra de Kuwait en 1989. Francia y Alemania se plantearon algo más que un proyecto “solario” intereuropeo: lanzaron por la borda la planificación tecnocrática y la prudencia que la había acompañado hasta ese momento y empezaron a ampliar vertiginosamente los límites de las “Comunidades Europeas”. El tratado de Maastricht quiso ser el punto de arranque de esa nueva fase: “Europa” sería toda Europa, no solamente Europa del Este. Y había que unificarla cuantos antes y por encima de las realidades económicas. Se abandonó la planificación tecnocrática y, cada vez más, se desreguló la economía al calor de los vientos que soplaban tras la victoria americana en la guerra de Kuwait.

Europa, de ideal a pesadilla.

El bonito sueño de la “Europa Unida” dio paso a una pesadilla: Alemania aspiraba a dominar Europa y a convertirla en un área económica propia en la que su economía (y no el conjunto de la economía europea) sería hegemónica y la mejor forma de hacerlo era poner una zanahoria delante de los nublados ojos de los dirigentes de la periferia europea. Esa zanahoria eran los “fondos estructurales”. Así puede entenderse que el consorcio franco-alemán impusiera una normativa para el Banco Central Europeo que solamente beneficiaba a sus mentores y atara las manos al resto, o una moneda que llegaba antes de que existiera una unificación fiscal europea y, por tanto, iba a generar desequilibrios de todo tipo.

Luego entendimos que este proyecto no se había improvisado entonces sino que, simplemente, se había acelerado. Recordamos el interés con que la socialdemocracia alemana financió la creación del PSOE e hizo todo lo posible para que al final de la transición este partido se instalara cómodamente en el poder durante casi tres lustros. A no olvidar que el PSOE fue el partido cuyos dirigentes firmaron el acuerdo de adhesión con el Mercado Común Europeo, mal negociado, que liquidó sectores enteros de nuestra economía

¡justo los que suponían una competencia para las economías alemana y francesa!

Nuestra siderurgia simplemente se liquidó, nuestra minería desapareció sin dejar señas y nuestros astilleros se evaporaron, para colmo, España que debería de haber sido el “granero de Europa” y, como mínimo proveedor de buena parte del vacuno, vio como nuestra agricultura quedaba completa y progresivamente laminada: primero con la imposición de cuotas, luego con decretos sobre el arranque de olivares y viñas, más tarde con la limitación de producción lechera, finalmente con los acuerdos preferenciales con Marruecos, Argelia e Israel. Sólo cinco años antes, en 1980, el que suscribe se enteró de que no podían exportarse manzanas españolas a Europa hasta el mes de septiembre para no dañar la producción francesa (más tardía). Pero cuando España entró en la UE no obtuvo ni una sola medida favorable para el desarrollo de su agricultura, salvo un régimen absurdo de subvenciones y ayudas que, por una parte, subsidiaban la plantación de vides y por otra… su arranque.

El resultado de todo esto fue que nos empobrecimos. La desaparición de la “tecnocracia de Bruselas” y el abandono de la planificación económica a escala continental fue sustituida por la “burocracia de Bruselas” y el libre mercado dentro de un mundo globalizado en el que la UE era una parte marginal.

Un sistema esclerotizado

Recibimos durante unos años fondos estructurales como compensación para no ser competitivos en relación a Alemania y a Francia. Cuando se acabaron estos fondos, tuvimos que empezar a ser nosotros quienes entregaramos fondos para las nuevas incorporaciones a la UE, dándose la paradoja de que, cuando estalló la “gran crisis económica” nos convertimos en país que necesitaba fondos de la UE y del Banco Central Europea para sobrevivir… y al mismo tiempo prestábamos ayuda a países en crisis como Grecia o Chipre.

Pero el desastre no es sólo económico, sino también político, social, étnico y cultural. Hoy, Europa está completamente desfigurada en todos estos terrenos: recientemente, repasando los textos de los “no conformistas” franceses de los años 30, he podido percibir que la crítica al parlamentarismo que se realizaba ya entonces podría ser suscrita en los mismos términos, sin añadir una sola coma; la única diferencia es que en aquellos años el parlamentarismo podía ser sustituido por un régimen mucho más razonable, mientras que hoy nadie quiere reconocer su fracaso, ni el fracaso de los partidos políticos, ni siquiera la caída en picado de la clase política europea en su conjunto, y, por tanto, estos regímenes actuales, son tan sacrosantos para defender los intereses de la plutocracia y del gran capital, como inservibles para acometer reformas en profundidad. En ocasiones, cuando la esclerosis de un organismo llega a su paroxismo, éste queda agarrotado e inmovilizado para siempre. Esto es lo que le ha pasado a los regímenes políticos europeos, y a la propia Unión Europea: su drama consiste en que ya no sirven… pero tampoco pueden ser modificados.

Por eso los jóvenes se van, no sólo de España, sino también de Europa. Alemania resiste, pero el “oasis alemán” es un mito: los mini-jobs con salarios de 400 euros, el descenso de la producción industrial, la deslocalización y el paralelo auge de los servicios, de la economía especulativa, las bajas tasas de natalidad, el desplome social, la pérdida de valores y de identidad de las poblaciones, todo ello afecta a Alemania especialmente. Los conflictos étnicos se extienden desde Berlín hasta Malmoe y desde los suburbios franceses hasta la aglomeración de Bruselas, a pocos pasos de las oficinas de la UE.

El proyecto franco-alemán de constituirse como eje hegemónico de Europa (gracias a su producción de hierro y carbón, esto es, de acero y a su masa de población) naufraga por una razón: está incluido dentro de un mundo globalizado y la globalización pesa contra el antiguo “primer mundo” y juega a favor de las economías asiáticas (mano de obra interminable, salarios de hambre, sin apenas coberturas sociales, proximidad a las materias primeras, etc.). El mundo globalizado es, por definición, un mundo desequilibrado en donde los capitales fluyen de un lugar a otro del planeta, canalizados por las bolsas, siempre en busca de los mejores rendimientos especulativos, y nunca fijos a ningún país concreto.

Mismos problemas, distintas intensidades

Pues bien, ese proyecto ha fracasado. Durante los meses que he estado en Canadá hablando y discutiendo con gente de todo el mundo y lo que puedo constatar es que un mundo globalizado, sometido a los dictados mundialistas, es un mundo en el que por todas partes aparecen los mismos problemas (corrupción, paro, inmigración, inestabilidad, pérdida de derechos sociales), lo único que varía es la intensidad de los mismos: extrema en el caso de España, avanzada en el caso de Francia, incipiente en el caso de Alemania y apenas perceptible en Canadá.

Hace falta reconocer, pues, dos hechos incontrovertibles: 1) la globalización mundialista es inviable y 2) la Unión Europea ha fracasado.

La solución a ambos problemas pasa por lo mismo: la toma de conciencia de los europeos de su destino común y su negativa a figurar entre los soportes del mundialismo; solamente la creación de un espacio económico europeo, emancipado de la globalización y con fuerte conciencia identitaria podría sacarnos del impass actual.

Pero, para ello, haría falta que el poder lo detentaran verdaderos “estadistas” y no marionetas coriáceas y/o bobaliconas como en la actualidad. Y eso es pedir mucho. Los regímenes europeos implantados después de 1945 y en España a partir de 1978 están ideados solamente para “durar” al margen de cuáles sean sus logros y la efectividad de su gestión. Inamovibles, o bien hay que dejar que se desplomen solos (nada dura eternamente en especial ante embates como la actual crisis económica que también se eternizará mientras prosigan las actuales circunstancias) o bien hay que clavar en sus flancos la piqueta de demolición. O bien, claro está, hacer lo que en estos momentos están haciendo cientos de miles de jóvenes europeos: abandonar el continente en busca de zonas en las que el proceso autodestructivo al que hemos aludido esté menos acusado.

Ernesto Milá