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Una alternativa a la partitocracia

El 6 de diciembre de 1978 era aprobada en referéndum la Constitución que, desde entonces, rige el discurrir político de nuestra nación. Se instalaba así un régimen de monarquía constitucional y de democracia liberal, en las que un sistema autonómico asimétrico pretendía ser el instrumento vertebrador, la espina dorsal de la nueva distribución administrativa, concediendo privilegios a lo que se dio en llamar “nacionalidades históricas” mientras repartía migajas descentralizadoras al resto de regiones. Treinta y cinco años después nuestra patria está al borde de la desintegración territorial, roza el definitivo hundimiento económico y se enfanga en la delicuescencia moral. La crisis es política, económica y espiritual. El fracaso es total y absoluto y la causa de todo ello es la partitocracia que nos gobierna y que todo lo impregna.

Los partidos políticos se han convertido en oligarquías que se han apoderado de todos los resortes representativos y de todos los poderes del Estado, cortocircuitando la voluntad del pueblo, depositario de la Soberanía Nacional. Las cúpulas dirigentes de los partidos son las que confeccionan las listas electorales, son las que eligen los temas a debatir y ellas mismas presentan las distintas soluciones, que también discuten las elites partidistas en sus cerrados círculos. Los ciudadanos sólo pueden, cada cuatro años, votar lo que los partidos les presentan totalmente cocinado. Para mayor escarnio de la libertad, los partidos han obviado el precepto constitucional que, en el artículo 67.2, dice que “los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”, manteniendo una férrea disciplina en las votaciones parlamentarias. Todo ello hace que la democracia esté prostituida sirviendo a los intereses espurios de las direcciones de los partidos. Para atajar este poder partitocrático, que lleva camino de convertirse en omnímodo, pues ya invade todos los aspectos de la vida de los ciudadanos, debe afrontarse una amplia reforma constitucional sustanciada en cuatro grandes bloques: el de los poderes del Estado, el electoral, el territorial y, consecuentemente, el administrativo.

Los tres poderes del Estado, Legislativo, Ejecutivo y Judicial, están fuertemente amarrados a los deseos y decisiones de los partidos, difuminando así su imprescindible independencia hasta hacerla irreconocible. Para evitarlo se deben tomar tres decisiones: 

1.- El Legislativo deber ser unicameral, siendo suprimido el Senado.

2.- El Presidente de Gobierno deberá ser elegido, en un tándem junto al Vicepresidente, por votación directa y en un proceso que no coincida con las elecciones al Congreso de los Diputados, permitiéndose, con las condiciones que se establezcan, la presentación de candidaturas independientes. Será competencia exclusiva del Presidente la formación del Gobierno y el nombramiento de ministros.

3.- Liberar al Judicial de las servidumbres políticas. Para ello el Presidente del Consejo General del Poder Judicial y Presidente del Tribunal Supremo debe ser elegido por los ciudadanos en el correspondiente proceso electoral, los vocales deben ser elegidos por los propios jueces, debe desaparecer la dependencia orgánica que la Fiscalía tiene del Gobierno y debe suprimirse el Tribunal Constitucional, que está funcionando como una instancia de casación sin serlo, y crear una sala en el Supremo que entienda en las cuestiones de inconstitucionalidad.

El sistema electoral debe ser profundamente reformado para derribar el muro, ahora existente, entre los electores y sus supuestos representantes. Para ello es imprescindible: 

1.- El establecimiento, en las elecciones generales, de circunscripciones uninominales donde se elija a un diputado por el sistema mayoritario a dos vueltas, lo que obligaría a los candidatos a entrar en relación directa con sus electores.

2.- Permitir la presentación de candidatos integrados en agrupaciones electorales, y también candidatos independientes.

3.- En lo que respecta a las elecciones municipales, las listas deben ser abiertas, y el alcalde debe ser elegido por sufragio directo.

Las autonomías consagradas en la Constitución son el territorio preferido de los líderes partitocráticos y de sus abundantes huestes, cuya administración han hipertrofiado para parasitar más provechosamente su gigantismo. La porción de presupuesto que devoran, el desmesurado gasto que generan, con el consiguiente incremento fiscal y de déficit, la desigualdad que provocan y la deriva secesionista que han tomado, hace necesaria una modificación total de la distribución territorial y de su administración. Las medidas serían las siguientes: 

1.- Supresión de las comunidades autonómicas e instauración de una administración unitaria descentralizada por provincias.

2.- En el ámbito provincial, las diputaciones se ocuparían de aquellos servicios que los ayuntamientos no pueden prestar por sí mismos.

3.- Supresión de cualquier tipo de administración comarcal o mancomunada.

La reforma de la administración pública es una consecuencia directa de las tres anteriores y debe acomodarse a la nueva realidad política, estatal y territorial, redistribuyendo, agilizando y modernizando los métodos de trabajo para lograr un mejor servicio y una disminución de funcionarios acorde con la implantación generalizada de las tecnologías de la información y la comunicación.

El empleo público, tanto funcionarial como laboral, ha sido objetivo prioritario de los agentes de la partitocracia, es decir, los partidos y los sindicatos, porque el control de la contratación les reporta poder. El sistema utilizado, en los últimos 30 años, ha sido precarizar el empleo, para lo que han utilizado todo un arsenal legislativo que mantiene a cientos de miles de trabajadores públicos como interinos y eventuales, siempre pendientes de su renovación. Todos esos empleados acceden a su puesto por métodos poco objetivos, como bolsas de trabajo, pruebas tan específicas que es casi imposible encontrar los temarios fuera de determinados círculos o concursos de méritos que parecen ideados “ad hoc” para el perfil de personas concretas. Después, cada cierto tiempo, se convocan procesos de funcionarización o de conversión en fijos de los eventuales, en los que se bareman los años de antigüedad, con lo que se corta la entrada a personas que nunca han conseguido una plaza temporal. Ese método subvierte el sistema de selección, pues obliga a pasar por las horcas caudinas del interinaje y no asegura la contratación de los más capaces, sino de aquellos que pueden o saben permanecer más tiempo contratados en precario. Los partidos, mediante la oportuna panoplia legal, han institucionalizado el sistema y generado una gran cantera clientelar de votos y apoyos.

Es por tanto necesario reconducir la contratación de funcionarios y trabajadores públicos haciéndola totalmente libre, transparente y universal, tomando unas sencillas decisiones: 

1.- Convocatoria de oposiciones libres todos los años para ocupar las vacantes del anterior y las posibles nuevas plazas.

2.- Supresión de todo concurso-oposición, concurso de méritos, prueba o baremación complementarias.

3.- Confección, cada año, de un escalafón con los opositores que no han ganado plaza para ocupar las vacantes que se generen, única y exclusivamente, en el año siguiente, y sólo hasta que se produzca la nueva oposición.

No debe tomarse, sin embargo, toda esta propuesta de reforma como un punto de llegada, sino como un paso más en la perfección de la democracia, y eso debe llevarnos a cuestionar si los partidos políticos deben ser siempre el único vector de representación del pueblo en los poderes del Estado que de él emanan. El proceso debe ser continuo, y nada nos dice que, en un futuro, los partidos dejen de ser los únicos que soporten el peso representativo, y que la sociedad bascule hacia otras formas de participación y representación a través de asociaciones, corporaciones profesionales y laborales y otros cauces naturales.

La participación del pueblo en su propio destino no debe estar, ni estará, indefectiblemente encadenada a unos partidos anclados en siglos anteriores y vasallos del sectarismo segregador. La Historia no se detiene y no habrá determinismos económicos ni políticos que obliguen a seguir un camino impuesto. La Historia es fruto y patrimonio de la libertad individual, y sólo cuando esas libérrimas voluntades se aúnan en apretado haz, se expresa el genio de un pueblo para elegir a sus órganos de representación y a su líder.

Manuel Montes